MANUEL OSUNA

INDIGESTIÓN

 

Dejando el pedregoso sendero a un lado, detuvieron la furgoneta bajo la sombra de unas palmeras y salieron para contemplar deslumbrados el paisaje que se abría ante ellos. Aquella cala, guarecida entre abruptos y gigantescos acantilados, era un rincón paradisíaco de exótica vegetación, con playa de arena blanca y agua cristalina. La familia al completo coincidió en que un sitio así únicamente lo habían visto en las películas y en los folletos de las agencias de viajes.

     Daniel, el benjamín de once años, pensó que si existía el Cielo, debía ser muy parecido a aquello. Su padre le pidió que le acompañase para ser los primeros en descender por el camino escarpado y valorar el terreno, mientras su madre tiraba de la abuela gritándole al oído que tuviera cuidado, no fuese a tropezar con los pedruscos y los matorrales. La hermana mayor y su novio cerraban el grupo, más concentrados en meterse mano que en compartir entusiasmo familiar por el descubrimiento de la recóndita playa.

     Una vez los seis hundieron sus chanclas en la arena y la brisa marina acarició sus rostros, decidieron por unanimidad que era el lugar ideal para pasar una jornada playera, así que regresaron un par de veces a la furgoneta y se abastecieron de todo lo necesario.

     Si bien se encontraban en Centroamérica, ellos se comportaban como si estuviesen de veraneo en Benidorm: clavaron la sombrilla amarilla para marcar territorio, la rodearon a continuación de sillas plegables, toallas y esterillas; y buscaron un lugar fresco a la sombra donde dejar la nevera y el picnic que les habían preparado en el hotel. Después, y a excepción de la abuela que se acopló en una tumbona al amparo de un cocotero, se desprendieron de ropa y calzado para quedarse en bañador. El cabeza de familia les recordó orgulloso que si en lugar de alquilar la furgoneta para ir por libre hubieran aceptado las visitas programadas que ofrecía el hotel, posiblemente ahora estarían metidos en un autocar, aguantando aburridos a un guía charlatán, en lugar de estar pisando aquella muestra del Paraíso.

     Daniel sacó su colchoneta de lona roja y empezó a inflarla con ansia, dejándose los pulmones, lo que provocó las protestas de sus padres para que no realizase tales esfuerzos.

     Al chico le molestaba tanto control. No quería compasión. Aunque no hablaran del tema, era consciente de que su enfermedad no tenía cura y que por ello toda la familia había hecho aquel viaje, pero odiaba que le tratasen como a un inútil. Su adolescente hermana interrumpió sus pensamientos al cruzarse corriendo con un diminuto bikini negro, perseguida por su novio, que, cual Tarzán de pacotilla, terminó por cogerla en brazos y llevarla a la orilla para ser los primeros en darse un chapuzón. La pareja irrumpió en las cálidas aguas caribeñas entre gritos y risas, provocando que un banco de peces se disolviese ante tan ruidosos visitantes. No se dieron cuenta de que en la orilla, semienterrada en la arena, asomaba una mano, descarnada a dentelladas y en avanzado estado de descomposición.

     Enseguida Daniel también se metió en el agua con su colchoneta, ignorando a su madre que le vociferaba desde la orilla advirtiéndole que no se alejase, que las corrientes de mar eran muy traicioneras. La señora, pesimista por naturaleza, aprovechó mientras embadurnaba la espalda y la calva de su marido con crema de protección solar para desahogarse con él, avisando sobre la cantidad de trampas mortales que aquellos desérticos e idílicos lugares escondían, y repasando los principios básicos de precaución que debía seguir todo viajero, a saber: ser vacunados contra enfermedades tropicales, no beber nada que no estuviese embotellado, no probar ningún fruto exótico de dudosa procedencia y huir como de la lepra de cualquier bicho que vieran, por minúsculo que fuese. En la tumbona cercana, la anciana, dura de oído y dispersa de memoria, dio un ronquido demostrando su falta de interés ante tal discurso.

     Nadie se fijó en que, ocultos tras las rocas, dos niños les observaban. Los desaliñados pequeños, vestidos con holgadas camisetas de fútbol y tostados por el sol, escrutaban curiosos a los recién llegados, valorando desde la distancia qué podrían aprovechar de tan suculento descubrimiento. Después, desaparecieron sigilosos entre la maleza.

 

Casi una hora más tarde, a Daniel le despertó el calor y pensó en la imprudencia de haberse quedado dormido en la colchoneta. Comprobó aliviado que aunque se había alejado de la cala, las tranquilas aguas no le habían llevado a la deriva. Sin embargo, desde allí no conseguía distinguir la sombrilla ni ver a su familia. Se zambulló en el agua para refrescarse y paliar los estragos del sol en su cabeza, y después, con la ayuda de sus brazos como remos y demostrándose a sí mismo que aún conservaba una buena forma física, alcanzó la orilla en pocos minutos.

     Al pisar de nuevo la arena, confirmó que la playa estaba desierta.

     Llegó a pensar si la corriente le habría llevado a otra cala idéntica y los demás estuviesen en la original, desesperados por haberle perdido, pero desechó la idea en cuanto se acercó al lugar donde apenas una hora antes estaba el campamento familiar y vio el agujero de la sombrilla, rodeado de borrosas marcas de sillas y numerosas y caóticas huellas en la arena. Daniel dejó caer la colchoneta a sus pies y volvió a repasar con la mirada todos y cada uno de los rincones de aquella cala sin encontrar ningún rastro de vida. ¿Dónde se habían metido? ¿Se les había tragado la tierra cual arenas movedizas?

    —¡Eh! —gritó formando un altavoz con sus manos—. ¿Dónde estáis? ¡EEEHHH!

    La única respuesta que obtuvo fue la de su propio eco. Unas gaviotas en bandada graznaron burlándose de él, y el chico notó cómo, a pesar de estar mojado, su frente se empapaba en sudor y un escalofrío le recorría la espalda.

     El muchacho decidió entonces subir hasta donde habían aparcado la furgoneta, y contra todo pronóstico, la encontró allí, tal como la habían dejado. Cerrada y sin llaves. No podían entonces haber ido muy lejos sin el vehículo… ¡Y con la abuela!

     Solo, desorientado y en bañador, Daniel valoró la posibilidad de caminar por aquel sendero abandonado con la esperanza de cruzarse con algún otro vehículo que pudiera socorrerle y llevarle de vuelta al hotel. Sin embargo, observó de reojo algo que varió radicalmente los planes. Para su asombro, contempló cómo allí abajo, en la cala, su colchoneta roja se desplazaba rápidamente transportada por unas pequeñas piernas que corrían ocultas bajo ella.

     Daniel se frotó los ojos en un estúpido intento de comprobar que aquello no era un espejismo y descendió rápidamente por el empinado camino intentando no perder de vista el colchón, que atravesaba velozmente la cala y se perdía entre unos juncos. El chico juraría que eran dos niños los que se lo llevaban.

     De nuevo, la playa volvió a quedar desierta.

     Daniel se acercó hasta el lugar, apartó las ramas que obstaculizaba su visión y se encontró con una zona rocosa que invitaba a darse media vuelta. Sin embargo, él había visto desaparecer su colchoneta por ahí, por lo que no debía ser tan inaccesible como parecía. Subió por los peñascos arañándose sus pies descalzos, y una vez los traspasó, encontró un estrecho sendero por el que avanzó abriéndose paso entre espesa vegetación. Tan concentrado iba con la vista al frente que no se fijó en las gotas de sangre que salpicaban el camino.

     Unos metros más adelante, Daniel se detuvo a escuchar, en silencio.

     No distinguió más que el cercano rumor de las olas estrellándose contra el acantilado, pero a continuación no fue un sonido lo que le guió, sino un ligero olor a humo, a barbacoa. Por primera vez valoró la posibilidad de volver a buscar ayuda en lugar de hacerse el héroe como en las películas de terror. Pero, ¿a qué se enfrentaba realmente? ¿A un par de niños ladrones de colchonetas? ¿Y a quién iba a pedir ayuda en una zona tan aislada? Se convenció además de que posiblemente no le hubieran visto, quizá creyeran que había huido, por lo que contaba con la ventaja de que no le esperaban.

     En ese momento descubrió una gran abertura en la roca. Decidió entonces dejar atrás el abrasador sol del mediodía y adentrarse en aquella cueva. Tras un angosto pasadizo inicial, se abrió ante él una enorme gruta. Aquel fascinante y colosal capricho de la naturaleza tenía el suelo tapizado de arena, con rocas de singular morfología y pequeñas lagunas de agua cristalina que reflejaban las estalactitas que colgaban del techo. Observó que de aquella gruta principal surgían varias galerías y comprendió que debía tener mucho cuidado para no perderse allí dentro. Además, la posibilidad de un derrumbamiento no le pareció demasiado improbable.

     Por segunda vez en diez minutos, un escalofrío le recorrió la columna vertebral al descubrir la sombrilla amarilla, cerrada y tirada entre un montón de pieles y huesos. Inquieto, procuró deslizarse sigilosamente, acercándose a la entrada de la mayor de las galerías, aquella de la que procedía la luz.

     Lo que a continuación vieron sus retinas le heló la sangre.

     La estancia, iluminada por pequeñas fogatas, la habitaban una docena de niños de diferentes edades, con una indumentaria ridículamente divertida si no es porque la tarea que les ocupaba no era precisamente cómica. Los pequeños salvajes vestían sus escuálidos cuerpecillos con anchas camisetas, coloridos bañadores y estampadas bermudas que obtenían de los incautos bañistas que de vez en cuando llegaban a su playa. Algunos incluso ocultaban sus ojerosos rostros tras enormes gafas de sol. Entre las estalagmitas de la cueva se mezclaban rudimentarias lanzas con tablas de surf, desechos de pescados con latas de refrescos, y huesos descarnados con cubos y palas para jugar en la arena. Daniel reconoció, junto a unas maltrechas redes, la nevera y las sillas plegables de su familia. Pudo ver además cómo su colchoneta roja era el centro de atención de un par de demacradas niñas que se disputaban a empujones el privilegio de tumbarse en ella. Todos los demás sostenían mugrientos cuencos y cuchillos oxidados, impacientes por almorzar.

     A pesar de que se encontraba a cierta distancia, la naturaleza acústica de la gruta hacía que Daniel pudiese oír perfectamente su rudimentario lenguaje indígena, compuesto por toscas palabras, gestos y gruñidos guturales. Con tan limitada capacidad de comunicación, quizá nunca pudiesen explicar a nadie su historia: su origen y pertenencia a una tribu furtiva que no quería saber nada de la civilización, el terrible día de huracán y tormenta de hacía ya tres años en que los adultos no regresaron, y cómo tuvieron desde entonces que organizarse y seguir sus impulsos para sobrevivir.

     Daniel se preguntaba si tendrían retenida a su familia cuando la respuesta salió en bandeja de la cueva adyacente, envuelta en una gran humareda. Algunos niños, los más mayores, llamaban a los demás para repartir el festín. Bastos trozos de carne irregularmente asados cayeron en manos de los chiquillos para alboroto general, apresurándose a hincar sus dientes de leche en semejante manjar. Daniel tardó en reconocer la procedencia de aquella comida que devoraban, y al hacerlo, sintió unas enormes arcadas. Uno de los niños salió danzando exhibiendo un particular trofeo: una cabeza humana que Daniel identificó como la de su cuñado, con el pelo chamuscado, los ojos tostados y la boca desencajada.

     Al chico le flaquearon las piernas ante el repugnante espectáculo y pensó que se iba a desmayar, pero un agudo y enorme chillido se lo impidió. El más pequeño de los allí presentes, que masticaba su porción de carne mientras jugueteaba con unas aletas de buceador, había descubierto al extraño y gritaba alertando a sus compañeros de la presencia de un intruso en su territorio. Hubo momentos de confusión en los que Daniel, aturdido, intentó retroceder hasta la entrada de la gruta; sin embargo, aquellas fieras infantiles se abalanzaron sobre él para impedírselo con el primitivo pero eficaz método de reducir a la víctima a base de golpes, arañazos y mordeduras. Lo último que el chico vio antes de perder el conocimiento fue cómo uno de los salvajes utilizaba un hueso largo y macizo para asestarle un brutal golpe en la cabeza. Daniel oyó crujir su propio cráneo, y entonces, irremediablemente, llegó la oscuridad.

Pensó que estaba muerto, y cuando más tarde despertó y vio el horror que le rodeaba, deseó haberlo estado.

      La espesa niebla formada por el humo con olor a barbacoa se fue disipando descubriendo ante sus ojos multitud de miembros amputados que abarrotaban la cueva donde se encontraba. Brazos, piernas, costillas y cruentas vísceras se amontonaban en el suelo de arena componiendo un grotesco y nauseabundo rompecabezas. Daniel contempló aterrorizado los desmembrados cuerpos de sus padres, que permanecían juntos pero dándose la espalda simulando una riña matrimonial. En un rincón, uno de los críos sostenía las manos de su madre y se deleitaba mordisqueando y rebañando los dedos, escupiendo enfadado el anillo que casi le rompe un diente; en otro, una niña acunaba cariñosamente la cabeza de su hermana mientras le acariciaba el cabello. La abuela de Daniel, sin embargo, yacía intacta sobre una roca, dando la impresión de que dormía plácidamente su siesta si no fuera porque un hilo de sangre horizontal cruzaba su cuello. Habían preferido dejar sus carnes flácidas y arrugadas sólo para casos de emergencia.   

     El muchacho comprendió entonces que el postre de aquellas pequeñas bestias iba a ser él.

     Los niños se arrodillaron a su alrededor valorando qué partes trocear para saciar su hambre. El anaranjado reflejo de las antorchas dibujaba deformes sombras en sus infantiles rostros, que sonreían ansiosos por la comilona que les esperaba. Cuando se percataron de que su manjar estaba vivo, no dudaron en utilizar un enorme machete para amputarle directamente la cabeza.

     A Daniel no le dolió.

     Dicen que cuando la cabeza se separa del cuerpo, unos últimos segundos de riego sanguíneo cerebral permiten que te des cuenta de la espantosa situación. Daniel pudo comprobar que era verdad mientras su cabeza se alejaba rodando.

     Sin embargo, y aunque pudiera parecer extraño, el chico tuvo tiempo de esbozar una sonrisa al ver desde la distancia cómo aquella jauría se abalanzaba sobre su cuerpo para repartirse las extremidades. Pensó que finalmente su destino no había sido morir en una fría cama de hospital, tal y como le habían pronosticado los médicos meses atrás, sino formando parte del banquete de unos niños caníbales. Antes de que sus labios se quedaran sin vida, ahogó una carcajada al sentirse como un caballo de Troya, puesto que los millones de virus que infectaban sus células les contagiarían.

     Aquellos salvajes habían elegido el plato equivocado. Una carne en mal estado.

 

                                                                                     

                                                                                               Ilustración por Manuel Calderón